¿Cuál es tu barrio, ese? Fue una pregunta que me lanzaron como una pelota de béisbol. Habían pasado cinco días desde que me había bautizado, y en ese momento estaba yendo a recoger a mi esposa de su trabajo en mi Ford Granada. Cuando los dos “cholos” pandilleros me gritaron desde otro vehículo, yo sabía de qué se trataba. Había respondido esa pregunta muchas veces en los últimos cinco años, y sin ningún problema. Rápidamente, yo decía cuál era mi barrio, “tiraba la señal”, y tomaba un arma para defender el honor. Pero en esta ocasión, no respondí del mismo modo. Yo era un hombre nuevo. “¿Cómo les contesto?”, me pregunté. Luchaba conmigo mismo. Mi primer impulso fue contestar como en el pasado, pero acababa de bautizarme. Así que decidí responder con la verdad: “Soy del barrio de Cristo Jesús. Ahora soy cristiano y Jesús es mi jefe”. No me creyeron. Su respuesta fue tomar una pistola para volarme la cabeza. Para ellos, yo mentía. Me habían visto hacer muchas cosas malas para defender el honor de mi pandilla. Así que se inició una persecución por la calles de Compton, California. Yo huía por mi vida. Por momentos íbamos a más de setenta millas por hora en las avenidas y calles de la ciudad. Oraba mientras manejaba: “Señor, ayúdame. Ahora quiero hacer lo correcto. No quiero violentarme. Debo confiar en ti completamente, como acabo de aprender”. Finalmente me escapé y llegué a casa muy asustado pero con vida. Esa había sido mi primera prueba. Pero aunque me había salvado, quería vengarme. Me habían faltado el respeto y sentía la necesidad de devolver golpe con golpe. Pero como había aceptado a Jesús, y él ahora era mi nuevo jefe, debía vivir por su Palabra. Esto significaba que todos mis pensamientos y acciones tenían que estar de acuerdo a su voluntad.
Cinco días antes había comenzado a liberarme de la esclavitud de las drogas y de todas las culpas que había acumulado durante los últimos cinco años de pandillero. Cinco años dramáticos, llenos de crímenes y cárcel. Pero ahora había encontrado a mi amigo Jesús, quien me comprendía, quien me podría enseñar a vivir una vida libre de todas esas cosas que me habían atado durante todos esos años. Estaba agradecido a Jesús, pero también estaba ofendido con los que me habían provocado. Pero esa tarde Jesús ganó. Esa tarde, en vez de tomar una pistola, tomé una Biblia. En vez de maldecir a mis enemigos, oré por ellos. En vez de permitir que el odio me dominara, permití que el amor de Jesús me conquistara. Ese día de prueba, que sería el primero de muchos más, porque todavía tenía que enfrentar a mi propia pandilla para decirle que ya no sería parte de ella, de una cosa estaba seguro: mi nuevo líder Jesús estaría conmigo en cada momento.
Mi vida antes de conocer a Jesús
Durante mis años de adolescencia en Los Ángeles, California, enfrenté los desafíos de muchos jóvenes de hoy en día. Nací en el este de esa ciudad y vivíamos en los llamados proyectos, edificaciones del gobierno para gente pobre. Mi mamá había llegado de El Salvador y mi papá de México, ambos en la década de 1970. Se casaron en Los Ángeles y allí procrearon tres varones y una niña. Por nuestra mezcla, nos consideramos “tacos-pupusa-pizza”, las comidas que identifican a los tres pueblos que llevamos en nuestra sangre.
Como cualquier otro joven de hoy, en aquellos días yo tenía muchas necesidades, pero la mayor era ser aceptado por las otras personas. Había un deseo profundo dentro de mí de ser parte de algo que le diera sentido y propósito a mi vida. Quería ser parte de “algo” que me reconociera como persona, como joven, y que valorara mis pensamientos y mis esfuerzos. Yo era miembro de una iglesia, una comunidad de fe era parte de mi vida, pero solo en forma externa. Yo no vivía la fe que profesaba, y desafortunadamente fue en las pandillas donde pensé que mis necesidades de pertenenciaserían satisfechas completamente. ¿Cómo es que un joven se mete en una pandilla? Lo explicaré de una manera sencilla. Es como dar estudios bíblicos a una persona para que finalmente se bautice. El estudio previo. Los pandilleros me fueron asignando pequeñas tareas para que yo mostrara mis habilidades. Comencé con mandados para los líderes de las pandillas.
Después de haber hecho bien estas tareas, ya podía ir a comer con ellos. Luego me asignaron pequeñas misiones: rayar una pared, destruir algún buzón de correo, robar un auto o desmantelarlo; y cada una de estas cosas “bien hecha”, me daba más reconocimiento. Y así, poco a poco, llegaba a ser considerado como uno de ellos. Después de unos meses, llegó el momento más deseado: ser bautizado como miembro.
El “bautismo”. “Si quieres ser de esta pandilla, tienes que saber que nunca más podrás salir de ella. Te hemos observado y has hecho las cosas bien. Tienes valor, eres fiel y calificas para llegar a ser un miembro de esta pandilla. Vivirás por sus códigos, la defenderás a dondequiera que vayas. Vivirás y morirás por ella”, me dijeron. La iniciación o “bautismo” se realizó con un rito que duró trece segundos. Durante trece segundos tuve que pelear con dos jóvenes pandilleros. Al final de esos segundos, con los labios partidos y sangrando, recibí mi sobrenombre y todos los pandilleros hicieron fila para saludarme, abrazarme y darme la bienvenida. Cada uno me decía: “Bienvenido a la familia. Ahora somos una familia”. Pero ese fue el inicio de un viaje que trajo tristeza y dolor a mi verdadera familia. Comencé a usar pantalones anchos y me rapé la cabeza totalmente. También me hice unos tatuajes en mis brazos. Ahora tenía que cumplir una misión: destruir a las pandillas enemigas y defender la mía aun con la vida. Como era un miembro nuevo, tenía mucho que probar. Robar y asaltar llegó a ser la manera de ganarme el respeto ante mis líderes. Yo también quería ser un líder. Pensé que finalmente había encontrado la felicidad, pero estaba muy equivocado. En vez de felicidad encontré tristeza, dolor y muerte: abusé de la cocaína y la marihuana, participé en varios robos y fui varias veces a la cárcel. Los dos arrestos más graves fueron por portar un arma sin permiso legal y por haber cometido un robo a mano armada. En ambas ocasiones fui llevado al centro de detención juvenil Eastlake Juvenile Hall, en el este de Los Ángeles, que se encuentra detrás del hospital donde yo había nacido. Ahí, mi madre, cada vez que venía a visitarme, me señalaba el hospital, y con lágrimas en sus ojos me hablaba de la alegría que experimentó cuando me vio nacer. Siempre se despedía con un mensaje que dejaría su huella en mi corazón y produciría un gran efecto en mi vida: “Siempre me arrodillo para pedirle a Dios por ti, porque quiero que seas un siervo de él”.
Mi vida cuando conocí a Jesús
Fue muy dramático. Un viernes de noche, un amigo y yo estábamos a cargo de cuidar nuestro barrio. Un pandillero vino a comprarnos drogas y nos quiso engañar con un billete de menor cantidad. Al darnos cuenta de esto, mi amigo tomó un bate de béisbol e hizo trizas los vidrios del auto del pandillero. El vehículo siguió su marcha y chocó a mitad de la cuadra. Pensábamos que se había muerto. No dijimos nada sobre el incidente y a las seis de la madrugada nos fuimos a dormir.
Al llegar a casa, mi madre me estaba esperando: “Mijo, es día de ir a la iglesia”. Me abrazó y me despidió con una oración. A las 7:00 de la mañana me avisaron que cuatro de nuestros amigos de la pandilla habían sido asesinados hacía pocos minutos. Al llegar al barrio, la escena era terrible. Cuatro cuerpos ensangrentados yacían en la calle sin vida. Lo más triste fue ver la escena de los padres abrazando a sus hijos y chapoteando en la sangre de ellos. “No, no, no... Dios mío, mi hijo no”, gritaba una madre mientras se aferraba al cuerpo inerte de su hijo. La escena me partió el corazón. Me acordé de mi madre. Ahí en ese momento escuché la voz de Dios: “Carlos, es tiempo. Deja de huir. Vas a terminar del mismo modo. Regresa a mí”. Pero resistí el llamamiento divino. El odio me dominó y tomé un arma para matar a quienes habían asesinado a mis amigos. Allí, frente a uno de los pandilleros, cuando iba a cometer mi primer asesinato, recordé las palabras de mi madre: “Hijo, estoy orando mucho por ti”. Entonces me di media vuelta y me fui a casa.
Dios me estaba llamando nuevamente. Dios no se había dado por vencido. Mi vida estaba a punto de dar un giro de 180 grados. Al llegar a casa, comencé a llorar y a reflexionar sobre mi vida: No tenía nada. Había perdido todo. Había dejado la escuela; era adicto a las drogas; estaba perseguido por la policía y por mis enemigos. Traté de aliviar mi tristeza con metanfetaminas. Quería morirme. Me palpitaba el corazón y la visión se me borraba. Decidí tomar un cuchillo y cortar las venas de mi cuello. Al tomar el cuchillo y pasarlo por mi cuello me acordé que mis padres estaban en la iglesia orando por mí. Recordé que mis padres me habían dicho que Dios tenía un plan para mi vida. Comencé a gritarle a Dios: “Ayúdame, por favor ayúdame”. Entonces sentí una paz indescriptible. Me entregué al Señor. Él había ganado la batalla. Me bauticé en octubre de 1994 en la Iglesia Adventista Central Hispana de Los Ángeles. En esa ocasión mi bautismo fue diferente. Nadie me golpeó durante trece segundos. Esta vez hice un voto de lealtad a Dios por la eternidad. Y ahora, mi conciencia no pertenece a un líder pandillero; pertenece al dirigente más extraordinario de la historia de la humanidad: Jesucristo.
Fuente: El Centinela
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