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viernes, 6 de julio de 2012

Reflexiones:


La hora de triunfo de Caleb

Por: Roy Gane

Nació esclavo. Y le pusieron un nombre que significaba “perro”.
—¡Eh, tú! Muchacho, esclavo... ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Caleb, señor.
—Bah, “perro”... Bien te queda.
Pero Dios había liberado a Caleb y a su pueblo. La mayoría de los israelitas nunca habían tenido una idea cabal de lo que significaba la libertad. Pensaban que era leche y miel, en lugar de un poco de carne con cebollas. Creían que el hombre de la vara mágica seguramente los dirigiría a la tierra prometida, confortablemente y sin pérdida de tiempo. Pero cuando observaron que los obstáculos se asomaban sobre el horizonte, que la comida y el agua se agotaban y que el hombre de la vara había desaparecido allá arriba en la montaña desde hacía varias semanas, su libertad embrionaria se convirtió en caos y sus florecientes gustos dieron paso al recuerdo de las carnes deshilachadas de Egipto. Codiciaron su esclavitud debido a que todavía eran esclavos de alma.
Caleb era diferente. El entendió que la libertad implicaba servir a un nuevo Patrón, uno divino. Los otros miraban alrededor y se quejaban ante Moisés, pero Caleb miraba hacia arriba, a esa radiante columna de nube, alabando al Dios que lo había hecho un hombre libre.
Tarde o temprano, la diferencia entre la actitud de Caleb y la de su pueblo iba a terminar en un fuerte choque de ambos. Y esto ocurrió en Kadesh-barnea, en el desierto de Parán, cuando volvió de observar la tierra de Canaán junto con otros once espías. Coincidieron unánimemente en afirmar que la tierra fluía leche y miel y para probarlo trajeron fruta deliciosa, incluyendo un racimo de uvas de dimensiones sencillamente espectaculares.
Pero diez de los espías acentuaron los aspectos negativos. Los habitantes de la tierra eran muy fuertes, tenían ciudades bien fortificadas y eran gigantescos. Escuchar esa descripción era como para desmayar. Súbitamente, la tierra prometida se tornó muy poco prometedora. Perdiendo de vista su experiencia previa, impacientes, los israelitas murmuraron: “Porque Jehová nos aborrecía, nos ha sacado de tierra de Egipto, para entregarnos en mano del amorreo para destruirnos” (Deuteronomio 1:27). El perfecto temor echa fuera el amor, paradójicamente. (En claro contraste con 1 Juan 4:18.)
Moisés trató de animar a la gente, pero la única respuesta que recibió fue un acrecentado clamor de quejas. Fue entonces cuando un hombre, dando un paso al frente, gritó: ¡Has!, lo que en hebreo quiere decir “¡Silencio!” Ese hombre era Caleb de Judá. No era un orador pulido y persuasivo, pero las palabras que pronunció a continuación pasaron a ser el lema y la declaración de misión de todo el que desea entrar en el descanso del Señor, a la tierra mejor que él ha prometido. Caleb los urgió: “Subamos luego, y poseámosla. Más podremos nosotros que ellos” (Números 13:30).
¿Irreal?
“Más podremos nosotros que ellos”. ¡¿Irreal?! Caleb, a diferencia de la mayor parte del pueblo, sabía que las fortificaciones y los gigantes eran reales porque él mismo los había visto. El pueblo no tenía nada. Adolecía del personal, los recursos, la infraestructura y el presupuesto para superar esos obstáculos. Pero cuando Caleb dijo “podremos”, había incluido al Señor en ese “podremos”, porque Dios estaba con su pueblo.
Ahora bien, ¿por qué Josué, el otro espía disidente, no pronunció su discurso? Estaba de acuerdo con Caleb, pero había sido asistente de Moisés. Cualquiera sabía que tenía intereses creados. La gente que no había querido oír a Moisés no iba a querer escuchar a Josué. Pero Caleb no tenía esos antecedentes. Podía ponerse cómodamente del lado de los otros diez espías. Después de todo, ¿no eran la mayoría?
Era la teocracia y no la mayoría la que regulaba el corazón de Caleb. La democracia es buena, pero ni siquiera el voto abrumador de la mayoría podría haber desplazado la tenaz determinación de Caleb de seguir la voluntad del Señor. Quizá por un fugaz, un luminoso momento, el valor de Caleb encendió una chispa de esperanza en el pueblo. Pero ésta fue rápidamente sofocada, cuando la mayoría audiblemente tomó control del escenario y comenzó a responder de modo peyorativo. Determinados a desanimar al pueblo, los otros espías no dudaron en desacreditar la misma tierra que habían ponderado momentos antes, diciendo que “devora a sus habitantes”. Exageraban, describiéndose a sí mismos como langostas en la presencia de los habitantes de Canaán. Hasta adujeron haber visto a Nefilim, descendiente de los renombrados gigantes que vivieron antes del diluvio. Irónicamente el pánico había transformado a Canaán en un Parque Jurásico poblado por humano-saurios...
Toda esa noche los israelitas regaron con sus lágrimas el desierto de Parán y al amanecer se levantaron para rebelarse contra sus líderes, Moisés y Aarón. Josué y Caleb, rasgando su ropa, les rogaban pero no consiguieron nada con sus intentos, a no ser amenazas. “Entonces toda la multitud habló de apedrearlos” (Números 14:10).
Fue entonces cuando Dios proclamó para toda la generación adulta de Israel una sentencia a la medida del crimen. Porque rechazaron entrar a Canaán, iban a morir en el desierto sin llegar a la tierra prometida. A excepción de Caleb y Josué. Y el Señor destacó la lealtad de Caleb con una mención especial: “Empero mi siervo Caleb, por cuanto hubo en él otro espíritu, y cumplió de ir en pos de mí, yo le meteré en la tierra donde entró, y su simiente la recibirá en heredad” (Números 14:24).
Al romper el alba de la siguiente mañana el pueblo se levantó, listo para partir: “Henos aquí para subir al lugar del cual ha hablado Jehová; porque hemos pecado” (versículo 40). Una confesión sin arrepentimiento. Habiéndose negado previamente a llegar donde Dios los guiaba, ahora querían ir donde él no los quería llevar. Contrariando la advertencia de Moisés, ellos “se obstinaron en subir a la cima del monte”(versículo 44). Así se sorprendieron a sí mismos deambulando por todo el sur de Palestina, retrasados por detrás, apresurados por delante, totalmente despistados.
En nuestra casa, que hemos comenzado a llamar la Tierra del Canino, tenemos dos perros medianos. Cuando salimos a dar una caminata, no les resulta natural a Sombra y Príncipe mantener el paso. Ambos tiran todo lo que pueden sus respectivas correas para llegar a ser el perro puntero, pero se distraen fácilmente por un potencial bocado de caza a la vera del camino o por algún aroma delicioso para ellos, repelente para nosotros. Para ejercer algún control, Connie, mi esposa, decidió llevar a Sombra a tomar clases de obediencia. Y aún cuando él y Connie tienen serios desacuerdos de vez en cuando, pareciera que el canino está aprendiendo a mantenerse a nuestro lado en nuestras caminatas. Es algo que lleva su tiempo. También llevó tiempo para que los israelitas aprendieran a mantenerse cerca del Señor. El los entrenó conduciéndolos a través del desierto, lejos de las distracciones.
Ahuyentando gigantes
Cuarenta años no convirtieron a Caleb en más fuerte físicamente y tampoco disminuyeron su confianza en Dios. Cuando llegó finalmente el momento de tomar la tierra, Caleb, con sus 85 años a cuestas, reclamó el territorio que tenía el vecindario más intimidante: Hebrón, allí donde vivían los gigantes más descomunales. Sentando un ejemplo para los israelitas, y con el fin de probar que era verdad lo que había dicho en Kadesh-barnea, Caleb voluntariamente hizo suyo el desafío más grande y expulsó a esos gigantes fuera de la ciudad (Jueces 1:20). Porque seguía al Señor los gigantes eran su presa natural.
Así estableció su herencia Caleb. Pero luego volvemos a oír de él una vez más. Tenía una hija llamada Axa y quería que se casara con un hombre de veras. De modo que, como en los cuentos de hadas, publicitó una suerte de justa guerrera por la cual él le daría su hija al hombre que fuese capaz de culminar una acción heroica. En este caso, debía tomar la ciudad de Kiriat-sefer, que significa “ciudad del libro”. Otoniel ganó el premio y se casó con Axa, a quien Caleb le dio una parcela de tierra.
Ahora bien, Axa estaba muy agradecida por la tierra, pero para criar a su familia allí necesitaba agua para el regadío. Así que le insistió a Otoniel que consiguiera una tierra con fuentes de aguas. Pero Otoniel se sentía algo reticente para pedirle algo más a su poderoso suegro. Hasta podemos escuchar a Axa diciendo: “¡Oh! Vamos, Oto. Mi papá es un buen hombre. Tú le conquistaste una ciudad entera, ¿y ahora tienes temor de hablarle?” Axa terminó conversando por su cuenta con su padre sobre lo que necesitaba, y Caleb le respondió con generosidad otorgándole una tierra con dos vertientes (Josué 15:19; Jueces 1:15).
La hora de triunfo de Caleb
¿Cuál fue el mejor momento de la vida de Caleb? ¿Quizá aquel discurso suyo en Kadesh-barnea, cuando se plantó frente a todo el pueblo congregado? ¿O cuando decidió expulsar a los gigantes de Hebrón? Yo sugeriría otra posibilidad. El momento culminante de la vida de Caleb fue cuando se quedó 40 años junto a ese mismo pueblo, errando por el desierto. Ese fue un heroico tiempo de espera. Si alguien tenía derecho a quejarse, ése era Caleb. A causa de los errores ajenos fue privado de 40 años de su propia vida en la tierra prometida. La misma en la que podría haber disfrutado de leche y miel, sentado a la sombra de su parral o de su higuera. El no necesitaba esos años de entrenamiento adicional; estaba listo para cruzar el Jordán desde el primer momento. Pero en lugar de apresurarse por conquistar a Canaán por su cuenta, se quedó junto a su Señor y ese pueblo complicado.
Sabemos por la historia posterior de Otoniel, que Caleb no anduvo holgazaneando por el desierto. Contribuyó a educar a la siguiente generación para que actuara con su misma coherencia. Esto es, seguir al Señor de todo corazón, esperar grandes cosas y sentir la seguridad de que Dios proveerá lo necesario, tal como él mismo proveyó lo que le hacía falta a su hija. La siguiente generación entró a la tierra prometida, y en un momento de crisis que vivieron, fue Otoniel el juez que llevó a Israel a su liberación.
Muchos de nosotros estudiamos o trabajamos en ámbitos académicos, o en la “ciudad del libro”. Hubo guerras intelectuales en el pasado y las habrá mayores en el futuro. No obstante, hoy nos hallamos en la posición de Caleb durante esos 40 años. Estamos enseñando o aprendiendo cómo seguir al Señor de todo nuestro corazón, sin reparar en fortificaciones, gigantes y tribulaciones, con el propósito declarado de llegar donde “el Cordero. . . los pastoreará, y los guiará a fuentes vivas de aguas: y Dios limpiará toda lágrima de los ojos de ellos” (Apocalipsis 7:17).
En el libro Primeros escritos, en un punto clave, inmediatamente antes de describir su primera visión, Elena White dejó escrito en la página 14: “He procurado traer un buen informe y algunos racimos de Canaán, por lo cual muchos quisieran apedrearme, como la congregación amenazó hacer con Caleb y Josué por su informe (Núm. 14:10). Pero os declaro, hermanos y hermanas en el Señor, que es una buena tierra, y bien podemos subir y tomar posesión de ella”.
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Roy Gane (Ph.D., University of California, Berkeley) enseña hebreo bíblico y lenguas muertas del Medio Oriente en el Seminario Adventista de Teología, Universidad Andrews. Su dirección postal es: Andrews University; Berrien Springs, Michigan 49104; EE. UU.

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