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viernes, 6 de julio de 2012

Reflexión de Hoy:


Oh, cuanto amo su Ley!

Por: A. Rahel Schafer

M
uchos cristianos actuales piensan en la ley solo en términos de juicio y el castigo que resulta de la desobediencia. Desafortunadamente, nos hemos olvidado de amar la ley.

El Salmo 119, el más extenso de la Biblia, no trata del amor de Dios o de su santidad, sino que se deleita en la ley de Dios. Este júbilo refleja el resultado de meditar en la introducción a los Diez Mandamientos: «Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre» (Éxo. 20:2).

Aunque suele ser pasado por alto, este versículo introductorio establece el tono del conjunto más conocido de leyes divinas. La ley no busca que obedezcamos a un estricto tirano o calmemos a una deidad caprichosa. Por el contrario, Dios mismo nos da la razón principal para guardar su ley: la gratitud personal por la redención. El libro de Deuteronomio expande y expone los Diez Mandamientos en forma de sermón.

La palabra «deuteronomio» significa «segunda ley», pero en hebreo, se lo llama «instrucción » (o Torá). Cada siete años, los hijos de Israel leían todo el libro juntos (Deut. 31:10-13). Lo que es más importante, Deuteronomio 17:14-20 manda que cada rey, como representante y ejemplo del pueblo, escribiera para sí una copia entera de la ley al comienzo de su reinado. Este pasaje muestra que la ley de Dios es importante por cuatro grandes razones.

1. La obediencia es una respuesta de gratitud por la liberación: «Cuando hayas entrado en la tierra que Jehová, tu Dios, te da […], ciertamente pondrás como rey sobre ti al que Jehová, tu Dios, escoja […]. Cuando [el rey] se siente sobre el trono de su reino, entonces escribirá para sí en un libro una copia de esta Ley» (Deut. 17:14-18).La provisión divina es el fundamento de la obediencia; la tierra y el mismo reino solo son producto de la obra de Dios.

La ley representa un pacto entre Dios y su pueblo. En efecto, todo el libro de Deuteronomio posee la estructura de muchos tratados políticos de la época: comienza recordando todos los favores que el Suzerano (Dios) ha otorgado a los vasallos (Israel) al librarlos (de Egipto), y entonces especifica las estipulaciones del pacto como una respuesta de gratitud. También en el Nuevo Testamento, Jesús recuerda a sus discípulos que la obediencia a la ley de Dios está vinculada estrechamente con el amor a él. Por eso nos dice: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15).

2. Al meditar en su Palabra, Dios nos capacita para obedecer: «Lo tendrá consigo [el libro de la ley que escribió], y lo leerá todos los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová, su Dios, guardando todas las palabras de esta Ley» (Deut. 17:19). La meditación en las instrucciones de Dios precede a la obediencia. Mediante el tiempo que el rey pasa con su Palabra, Dios lo capacita para que guarde la ley.

Desde el comienzo, el pueblo de Dios ha estado formado por los que guardan sus mandamientos mientras cultivan una relación con él. Dios mismo promete circuncidar sus corazones, para que sean capaces de seguir sus estatutos (Deut. 30:6). Por ello, los Diez Mandamientos pueden ser leídos como diez promesas (por ejemplo: «[Prometo que] no tendrás dioses ajenos delante de mí»). Jesús reitera este principio en el Nuevo Testamento al decir que él es la vid y sus seguidores los pámpanos, que llevan fruto solo si habitan en él, y que él moldea a su imagen (Juan 15:1-8).

3. La ley brinda protección: «Así no se elevará su corazón sobre sus hermanos, ni se apartará de estos mandamientos a la derecha ni a la izquierda» (Deut. 17:20). La ley también revela cuán pecaminoso es el pecado. Sin la ley, no podríamos saber si nos hemos desviado del camino recto y estrecho que está en conformidad con la imagen de Dios.

Y sin embargo, a diferencia de las exigencias de otras deidades, la ley de Dios no es confusa o arbitraria (Deut. 30:11-16), sino que ha sido escrita para beneficiar a otros, por lo que protege la vida y la dignidad, las relaciones y la propiedad. Por ello, la ley no es tanto una barrera que nos impide disfrutar del mundo y sus placeres, sino una valla que nos protege del mundo y sus peligros. En efecto, la ley de Dios es eterna e inmutable.

Los Diez Mandamientos eran conocidos antes del Sinaí (por ej., en Gén. 2:2, 3; 4:8-12; 26:7; 39:7-9). Aunque Pablo se regocija de estar libre en Cristo de la esclavitud de la ley, equipara su libertad en Cristo con la servidumbre a Dios (Rom. 6:15-22). La esclavitud de la que habla Pablo es la esclavitud del pecado, que nos impide guardar la ley, pero que es quebrantada al aceptar la obediencia perfecta de Cristo en nuestro favor (Rom. 8:3, 4). En el Apocalipsis, Juan reitera que los que siguen a Dios al fin del tiempo guardan sus mandamientos (Apoc. 14:12).

4. La reputación de Dios está en juego: «A fin de que él y sus hijos prolonguen los días de su reino en medio de Israel» (Deut. 17:20). En último término, guardar la ley implica exonerar el nombre y el carácter de Dios que han sido arrastrados por el fango de los pecados de su pueblo. Las naciones circundantes valoraban sus deidades según percibieran que esos dioses eran capaces de proteger y bendecirlos a ellos y a sus tierras.

Por ello Dios –por causa de su nombre que los hijos de Israel habían profanado ante el mundo– les promete dar un nuevo corazón y hacer que anden en sus caminos (Eze. 36:22). De la misma manera, nuestra visión de la ley de Dios debería abarcar la significación cósmica de nuestra obediencia. Cuando obedecemos la ley de Dios, que es un reflejo de su carácter, somos testigos ante el universo de que nuestro Dios es fiel, justo y verdadero (Mat. 5:16; Rom. 7:12; Heb. 8:8-10; 1 Juan 5:2, 3).

Los cristianos no deberían enfocarse en las dificultades de obedecer la ley de Dios, sino buscar con ansias toda manera posible de mostrar nuestra gratitud al Salvador. No tenemos esperanza de guardar la ley por nosotros mismos, pero hemos sido redimidos por la sangre del Cordero, y estamos siendo transformados a imagen de Dios por el Espíritu Santo. La ley nos protege de la esclavitud del pecado, y nos da incluso muchas oportunidades de testificar y dar honor al nombre de Dios. En lugar de ver la ley como una exigencia agobiante para la salvación, podemos compartir con gozo cómo Dios nos libró del pecado, y el privilegio que tenemos de servirlo. «¡Cuánto amo yo tu ley! ¡Todo el día es ella mi meditación!» (Sal. 119:97).
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A. Rahel Schafer cursa estudios bíblicos y teológicos a nivel doctoral en el Colegio Superior Wheaton, Illinois, Estados Unidos. Con su esposo disfrutan de caminar y escalar montañas, y son líderes de jóvenes en la iglesia.

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